La próxima lluvia

 1 de noviembre de 2016

Estimada Amanda:

 

La tormenta de ayer ha dejado en un estado lamentable mi carta de la semana pasada; estaba en el suelo, empapada, y se le habían pegado dos ramitas de crisantemo, una colilla y varios trozos de algún bichito que no he podido identificar. Hace años que te escribo y siempre acaba pasando lo mismo, asumo la caducidad de mis cartas, aunque me siguen produciendo nostalgia las huellas de zapato sobre la tinta corrida.

 

De niño tenía curiosidad por saber qué hacían con los muertos en los pueblos sin cementerio. Ahora desconozco el motivo por el que huele a café recién hecho cuando acaricio la inscripción de tu nombre, pero me gusta ese olor. Aquí el cementerio está al lado del mar y de la plaza donde se reúnen los viejos; enfrente juegan al futbol los niños, como si fueran ajenos a la vejez y a la muerte. Es una imagen desoladora, y a la vez hermosa. Nunca me había parado a pensarlo. Ni a preguntarme por qué te escribo.

 

No comprendo a la gente que compra el ramo de flores más grande para el día de Todos los Santos y el resto del año no recuerda a sus muertos; tú sabes que no soy de esos, Amanda. Y les prohibiría la entrada a los que, por no tener otra cosa que hacer, se pasan la tarde buscando algún conocido entre los difuntos recientes. Siempre hay una lápida que les hace pensar: «Qué joven era». Se muestran afligidos, pero es un pensamiento que ya no les produce emociones. Eso es lo que no soporto de ellos.

 

Me inquietan las latas de cerveza vacías que encuentro en la papelera de tu calle cuando tiro las cartas deshechas. ¿Quién bebe alcohol en un cementerio? Posiblemente, el chico que al llegar le da un beso a la fotografía de Manuela y se queda de pie delante de ella, mirándola fijamente, hasta perder la noción del tiempo. Yo diría que pretende evidenciar que ella sigue estando en su vida. Pero cualquiera pensaría lo mismo sobre mí.

 

Hoy, con el ambiente festivo, me preguntaba durante cuánto tiempo puede ser recordado un muerto. Un muerto corriente; alguien como tú y como yo. ¿Quién sabrá dentro de cien años cómo daba los besos Manuela?

 

Yo llegué al cementerio buscando silencio. Las cosas son como son, aunque parezcan extrañas. Cuando leí tu nombre, vi tu fotografía y analicé las inscripciones de tu lápida, lamenté el polvo acumulado y la ausencia de flores. Tenías algo especial y, sin embargo, parecías muy sola. No sé qué fue lo que me hiciste sentir. Pensé en llevarte un ramo de narcisos, pero me pareció insuficiente. Volví a casa y me puse a escribir; hacía meses que no tenía ganas de hacerlo. Desde entonces, todas las semanas te llevo una carta, aunque nunca te expliqué mis razones, y consulto la previsión del tiempo para saber cuándo será la próxima lluvia.

 

Yo…

 

Te recuerdo, Amanda.

 

* Primer premio en el II Concurso de Cartas «Cartas en el agua» de Ojos Verdes Ediciones

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