Sus confines

 

El cielo entero era una nube grisácea que no se reflejaba en el mar. En el mar, los peces ya solo se dejaban flotar, arrastrados por una corriente violenta que decoloraba sus branquias. Ni siquiera la tierra conservaba su tono esencialmente marrón, ni los campos formaban parte de una escala de verdes. Las flores lloraban su pena, exhaustas de tanto mirar hacia un sol que, más que alumbrar, suministraba tinieblas. La noche había perdido su encanto, ya no era tan diferente a lo que se esperaba del día, y en ella la luna lucía discreta. Las estrellas tampoco resplandecían hermosas cuando debían llover; jamás volverían a ser estrellas fugaces. La lluvia golpeaba los tejados durante meses, sin pausa, haciendo de la colada y del paso del caminante una tarea difícil. La sequía y el viento, que unidos formaban un manto irrespirable de polvo, agrietaban los labios cada cinco de enero. Ya nadie consultaba las fechas en ningún calendario, y los relojes fueron privados de manecillas y alarmas, pero las horas eran lanzadas a hogueras que habían descuidado su capacidad de abrasar sin remedio. Las gentes andaban arrastrando todo su cuerpo, con un suspiro en el alma, sobrellevando la acumulación de enfermedades y arrugas. Al cruzar sus miradas y rozar sus insanias, nada resultaba tan angustioso como la falta de espacio. Pero tampoco importaba, porque el paso del tiempo era un viaje sin fin y el progreso también se les fue de las manos cuando extinguieron la muerte.

 

* Seleccionada en el II Concurso de Microrrelatos «Cuentos oscuros» de Ojos Verdes Ediciones

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