23 de junio a las 3:40 de la mañana

 

Empecé a ponerme nervioso cuando los faros del coche se tornaron opacos y dejé de ver más allá del volante. Solo quería volver a mi casa, pero tenía la impresión de que jamás llegaría. Ni siquiera sabía dónde estaba, ni qué camino debía tomar. La inmovilidad convertía a los cuerpos en luces bermejas que estallaban y desaparecían, no podía frenar, pero tarde o temprano me acabaría estrellando si conducía a tientas. Conduje en línea recta y cruzando los dedos durante más de medio segundo, después distinguí el panorama y asumí que era tarde para girar el volante. Las ruedas se deslizaron hasta prescindir de la pista, había rebasado los confines de aquel precipicio y un abismo insondable. Me quedé, sin remedio, suspendido en el aire. Las nubes entraron por la ventanilla del coche, cubriéndolo todo con un manto tan blanco que mojé el pantalón y el asiento. No pude ponerle palabras a lo que estaba pensando. Cerré los ojos, crucé los brazos, apreté los dientes y me dejé caer al vacío. Desperté en un desierto de espinas y alambres, no me pareció inconcebible que la contienda ya hubiera empezado. No tardarían en venir a buscarme. Corrí como alma que lleva el diablo, sin mirar hacia atrás, hasta que me topé con un muro de terrones de azúcar y me dispuse a treparlo. Cada vez que divisaba la cima, los terrones se humedecían con el sudor de mis manos y mis pies resbalaban diez pasos. No llegué a comprender lo qué pasaba allí arriba, solo logré deshacer los terrones con la quemazón de mis ansias. Cuando el muro cayó, se levantó una tormenta de labios y dientes que primero quiso morderme en la frente y después me besó cicatrices. Noté cierto alivio en aquella lengua de lluvia, pero no me permití disfrutar. Estaba cansado de no llegar nunca. Mordisqueado y lamido, anduve sin rumbo repitiendo su nombre en voz cabizbaja. Me pareció verla, la vi, me miró, le pedí volver a casa y no dijo nada, solo chupó el corazón de mi mano derecha. Lo llevé hacia mi boca para notar su saliva cuando terminó de impregnarla, y me comí el corazón, la mano, el brazo, el cuello y el alma. Me devoré a mí mismo, el 23 de junio a las 3:40 de la mañana. Encarcelaron mis sobras, y me lloré, ya no corro como alma que lleva el diablo. Todavía no me lo puedo creer, cuando llegué y rebusqué en los bolsillos de mi chaqueta, descubrí que me había dejado el tabaco en el coche.

 

* Seleccionada en el I Concurso Literario de Formato Libre «Sueños» de Ojos Verdes Ediciones

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