Tejedora

 

Hubo un tiempo en el que no podía hacer nada sin la autorización de mi marido, ni siquiera trabajar. Por aquellos entonces, en los que nadie hubiera permitido que una mujer cuestionara las leyes, no me pareció injusto que Salvador me exigiera quedarme en casa. Desde los ocho años había estado trabajando en el campo con mi familia y apenas nos daba para comer a diario. Me sentí aliviada cuando él me dijo que siendo su esposa no pasaría penurias. No por eso iba a librarme de trabajar. Mi deber era ocuparme del hogar, atender a mi marido y educar a mis hijos. Las mujeres debían saber cuál era su sitio; y yo estaba dispuesta a llevar esa vida. Sin embargo, no fue sencillo convertirme en esa buena mujer de la que tanto me hablaban.


La primera vez que me insultó, porque llegó cansado de la fábrica y no me ofrecí a quitarle los zapatos y la chaqueta, me sentí una inútil. Lo importante era su trabajo, y yo ni siquiera sabía hacer bien el mío. Su comodidad estaba por encima de todo, daba igual lo cansada que yo estuviera; tampoco tenía derecho a quejarme. Mi función, en realidad, era sacrificarme por él y fingir, a pesar de todo, que eso me hacía feliz. Cuántas veces habré escuchado: «Me molesta que hagas ruido, cállate y trae el vino». Lo correcto era dejar que él decidiera por mí, obedecerle, sonreír y guardar silencio.


A los tres meses de casados empezó a renegar de lo que yo cocinaba para justificar todo el tiempo que pasaba en los bares. Solo volvía a casa cuando quería dormir. Y humillarme. Se acostaba en la cama y me despertaba para preguntarme qué había estado haciendo durante el día, pero mi respuesta no tenía importancia; nunca se fiaba de lo que yo le decía. Él, que con traer un sueldo a casa ya tenía bastante, no soportaba que su mujer le mintiera; era un desplante que provocaba su ira, y un pretexto para sentirse más poderoso.


Me convenció de que merecía sus golpes, dejé de concebir la vida sin ellos, y toleré que me doliera el cuerpo sin guardarle rencores. Lo que jamás pude perdonarle fue que rompiera las agujas de tejer que me regaló mi hermana. Eran todo lo que tenía de ella. Eran lo único mío. Algunos domingos, si me quedaba tiempo después de hacer mis tareas, subía a la azotea y disfrutaba tejiendo. Él lo sabía y, aun así, las rompió con gusto. Aquella mañana le serví el café demasiado caliente y tuvo que imponerme un castigo. Por mi culpa, se quemó la lengua. Después compró unas agujas nuevas, como si el recuerdo de una hermana se pudiera reemplazar, y quiso que yo complaciera sus deseos sexuales más denigrantes a cambio de permitir que siguiera tejiendo. Qué opción tenía, y qué más daba si era a cambio de algo; satisfacer a mi marido era una obligación que asumí cuando acepté el matrimonio.


Empezó a reprocharme lo gorda que estaba durante los últimos meses de mi primer embarazo. Sabía que iba a ser padre porque yo no pude ocultar mi barriga. Eso era lo único que parecía importarle. No mostró ningún interés por conocer los cuidados que necesitaba su hija y no tuvo tiempo para compartir su crianza conmigo; era mi cometido ocuparme de ella. Cuando yo le intentaba explicar lo costoso que resultaba sacarla adelante, él me acusaba de no saber administrar el dinero. Cuántas veces me dijo: «Si tú no comieras tanto, podrías darle de comer a tu hija». Nunca se levantó de la cama para acunar a la niña, pero le irritaban los llantos nocturnos; antes de sumirse en un sueño profundo, daba un golpe en la pared y gritaba: «¡No sirves ni para hacer que se calle!». Todavía me siento culpable por no haber sido capaz de evitar que ella creciera escuchando sus gritos. Salvador ni siquiera estuvo a mi lado cuando di a luz a tu madre. Tenía cosas más importantes que hacer. Y hubiera tenido más hijos de no ser tan violento conmigo. Pero eso nunca lo supo.


Hice todo lo posible por que tu madre se fuera pronto de casa; tenía la esperanza de que todo el daño que Salvador le había causado tuviera remedio lejos de allí. Ella tuvo la opción de marcharse y lo hizo. Yo me sentía atrapada. Los años pasaron y, a pesar de cada vez existían más leyes que me brindaban la posibilidad de elegir y de sentirme amparada, seguía convencida de que mi situación solo podía agravarse. Cuando tú naciste, me di cuenta de que había malgastado mi vida y de que todo lo que me quedaba era miedo.


Aunque no envejecimos juntos, nos hicimos viejos. Él empezó a tener una salud delicada, dejó de trabajar y de frecuentar los bares; no tuvo más remedio que quedarse en casa conmigo. Se sentaba en la silla de enea, apoyado en su bastón, mientras yo tejía en la azotea; me miraba fijamente y me decía: «Cómo te gusta perder el tiempo, vieja tonta». Mis esfuerzos por ser una buena mujer solo me habían traído de vuelta golpes y gritos. Me sentía tan agotada que ya no podía seguir fingiendo que me hacía feliz.


Han pasado setenta años desde que yo me casé. Y tú eres tan joven y tan valiosa. Hemos luchado tanto por tener una vida que sin más merecemos. No entiendo por qué, si te miro, tengo la impresión de verme en el mismo espejo en el que me miraba yo entonces. Eso es lo más triste de toda esta historia.


La última vez que lo vi, después de tirarme un calcetín agujereado a la cara, me dijo: «Haz algo de provecho y cóselo, vieja inútil». Entonces supe que todo había acabado. Agarré las tijeras del cesto de mimbre y despedacé el calcetín. Me levanté de la silla y le dije: «No necesito tu firma para tejerle una rebeca a mi nieta». Recogí la rebeca a medio tejer, las agujas y el ovillo de lana. Pensando en ti, y en tu marido, salí de la que no era mi casa y me alejé por la calle tejiendo un camino que no tendría retorno.

 

* Finalista en el I Certamen de Relatos «Nila Flores Cebrián» de Asociación de Mujeres con Cáncer Bahía

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